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El último grito de un hombre sui géneris

Me di una vuelta por el Zócalo capitalino a eso de las 11 de la mañana del domingo pasado. Tomé mi bicicleta y anduve por Paseo de la Reforma hacia el norte desde la glorieta del ahora Ahuehuete. El paseo ciclista tenía menos personas de lo habitual, pero el ambiente festivo por el Día de la Independencia ya estaba presente en todas direcciones.

Un grupo de música de banda tocaba en la glorieta, lo que aprovecharon una decena de ciclistas para echarse unas quebraditas mientras los extranjeros miraban con éxtasis la facilidad con la que los mexicanos se extasían, y cómo la música nunca falta entre esquina y esquina.

Ya en marcha, los jóvenes que apoyan la vialidad en cada semáforo y que al mismo tiempo orientan a los ciclistas por altavoces sobre las rutas, para no tener accidentes, o bien sobre cómo distribuirnos la avenida entre quienes corren o pedalean, finalizaban sus recomendaciones con un “¡Y viva México!”, la alegría imperaba.

Pero, algo que no había sentido en muchos de los gritos a los que he asistido en el Zócalo capitalino, es que, ahora, había un verdadero fervor por ver y despedirse de quien dentro de 12 días será expresidente de México.

Generalmente, la naturaleza de los anteriores “gritos de independencia”, es que la gente va a cotorrear, a bailar y a beber (entre otras cosas), incluso, a mentarle la madre al presidente… eso sí, a la hora de los “vivas”, todos gritan, siempre, al unísono y se envuelven en el patriotismo chovinista del ser mexicanos.

Pero en esta ocasión, por primera vez percibo que la mayoría de los presentes que se dieron cita en el Zócalo fue para celebrar la imagen presidencial, y en segundo lugar para abrazar la Independencia de México y todo el simbolismo que envuelven a ese día.

Al andar por Madero, rumbo al Zócalo, a la altura de Bellas Artes, los puestos con imágenes de López Obrador, playeras o tazas con su foto, y casi cualquier artículo con su silueta o nombre, estaban rodeados de gente comprándolas… metros después, y al llegar a la plaza más grande del mundo (ahora que es totalmente peatonal), la realidad confirmaba mis sospechas: la gente iba a ver exclusivamente a López Obrador, a expresarle su simpatía, lo iban a venerar.

Ya caminando con la bicicleta a cuestas, y es que en cierto punto del primer cuadro del centro no dejaban a nadie circular en ellas, comencé a percatarme de múltiples grupos de familias y amigos que venían de diversos puntos del país. Ahora la Ciudad de México está de moda, para nacionales y extranjeros, y que mejor que el grito, para los fans de AMLO, que vivir el “momentum” y pasearse por los diversos barrios.

Así que quienes abarrotaban la plancha del Zócalo, primero se autonombraban lopezobradoristas de hueso colorado, y después mexicanos. Los medios de comunicación presentes desde temprano, al entrevistar a quienes formaban la multitud mañanera, decían unánimemente que iban a despedir y a aplaudir al presidente.

Había una fila cerca del asta bandera. Quienes acudimos frecuentemente al corazón del país, sabemos que es tradicional que la gente se proteja del sol a la sombra de la altísima bandera. El domingo hizo una mañana soleada, aunque en la noche llovió fuerte, y al ver la fila creí que era el habitual refugio. Pero no, eran decenas de pacientes personas que esperaban el turno para tomarse una foto con una botarga de López Obrador. Era, hasta cierto punto surrealista, como mucho de lo surrealista que se ve en México, pero ello no hacía más que ratificar que era un grito de independencia sui géneris, de incondicionales.

A esa hora no estaba lleno el Zócalo, pero sí había muchas personas ya, instaladas y a la espera del aún lejano grito. La gente se apeó primero frente al balcón donde, por la noche, López Obrador saldría a tocar las campanas y arengar, entre otras cosas, por la 4T.

Destacaban las personas adultas mayores, que se acomodaban en gradas o bancos desplegables que ellos mismos llevaban, bajo los pocos árboles que rodean el ahora peatonal ombligo de México. Muchos de ellos con su ‘Amlito’ bajo el brazo, a modo de amuleto o de compañía.

Eso fue lo que vi ese domingo del último grito del presidente Andrés Manuel López Obrador. No me puse a cuestionar los resultados del gobierno del presidente, ni validar o no sus promesas.

Era momento de apreciar un fenómeno que hace mucho no se veía en México, y que no se sabe cuántos sexenios más pasarán para que un líder con el carisma de López Obrador hiciera que un importante sector de la sociedad mexicana se rindiera a sus pies.

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